Meditación y Curación

 
 

Cualquier milagro se puede lograr y podremos ver los efectos al instante si a lo que elegimos materializar le ponemos la emoción suficiente, la intención suficiente, la seguridad absoluta y la perfecta visualización* del resultado elegido.

 

Con la herramienta de la meditación y centrándonos en lo que elegimos materializar, también lograremos que algo se haga realidad, aunque los cambios no sean instantáneos, sino que los resultados pudieran tardar en verse incluso años, en caso de que la emoción, la intención, la seguridad de logro o la visualización del resultado no sean lo suficientemente fuertes. Si albergamos dudas en los resultados, si retornamos al miedo, a la frustración, al rencor, etc., que ocasionaron el desajuste que llevó a que nuestro cuerpo respondiese con una enfermedad como síntoma de que algo no estaba bien, la curación puede ser muy lenta o incluso puede no llegar a darse nunca.

 

El Libertario

*lo ideal es vernos en una escena tridimensional, no bidimensional, y participando en la escena

 

 

PUERTA A LO SOBRENATURAL

Extracto del libro “SOBRENATURAL”, de Joe Dispenza

 

La primavera llegaba a su fin y el verano empezaba a perfilarse cuando, en junio de 2007, lo que parecía ser un típico domingo estival mudó en algo atípico para Anna Willems.

 

Anna, psicoterapeuta de profesión, trabajaba como directora y miembro de una importante institución psiquiátrica de Ámsterdam, cuyos beneficios sumaban más de diez millones de euros anuales. A menudo aprovechaba el fin de semana para ponerse al día con sus lecturas profesionales y esa tarde estaba sentada en la butaca de cuero rojo leyendo un artículo científico. Anna no podía imaginar que eso que cualquiera habría considerado un entorno ideal estaba a punto de convertirse en una pesadilla.

 

Anna estaba un poco distraída. No acababa de concentrarse en el material que intentaba estudiar.  Su hijo, de doce años, leía recostado en el sofá. Anna oía también a su hija de once, que canturreaba para sí mientras jugaba en su habitación en la primera planta, encima del salón.  Dejó los papeles e hizo un descanso, según se preguntaba otra vez dónde se habría metido su marido. Se había marchado a primera hora de la mañana mientras ella se duchaba. Había desaparecido sin comunicar a nadie a dónde se dirigía. Los niños le habían relatado a Anna que su padre se había despedido de ellos con un gran abrazo antes de partir. Ella había intentado llamarle al móvil varias veces, pero él no respondía. Algo no iba bien.

 

A las tres y media de la tarde sonó el timbre. Cuando Anna abrió la puerta principal, vio a dos policías al otro lado.

 

¿Es usted la señora Willems?, preguntó uno de los agentes. Cuando ella respondió afirmativamente, los policías le preguntaron si podían pasar para hablar con ella. Preocupada y un poco desconcertada, Anna los invitó a entrar. Y entonces le dieron la mala noticia: por la mañana, su marido había saltado de uno de los edificios más altos de la ciudad. Como era de esperar, la caída había sido fatal. Anna y sus dos hijos se sentaron, presas de un estupor paralizante y de la incredulidad.

 

Anna dejó de respirar un instante y, cuando pudo tomar aire, empezó a temblar de un modo incontrolable. Tuvo la sensación de que el tiempo se congelaba. Mientras sus hijos seguían allí sentados, en estado de shock, Anna intentó disimular su dolor y su estrés para no inquietarlos aún más. Una fuerte jaqueca se apoderó de ella súbitamente. Al mismo tiempo, notó un intenso calambre en el vientre. Se le tensaron el cuello y los hombros según su mente pasaba de un pensamiento a otro con frenesí. Anna había entrado en modo supervivencia.

 

Desde el punto de vista científico, vivir con estrés equivale a vivir bajo mínimos. Cuando percibimos la presencia de una circunstancia estresante que nos amenaza, un sistema nervioso primitivo, el sistema nervioso simpático, se pone en marcha y el cuerpo moviliza una cantidad enorme de energía en respuesta al factor estresante. A nivel fisiológico el cuerpo dispone al momento de los recursos que va a necesitar para afrontar un peligro inminente.

 

En el caso de Anna la noticia estresante del suicidio de su marido sumió su cerebro y su cuerpo en ese estado de supervivencia. A corto plazo, todos los organismos pueden tolerar las condiciones adversas que requieren luchar, esconderse o huir de un estresor inminente. Estamos diseñados para soportar breves descargas de angustia como esas. Cuando el peligro ha cesado el cuerpo acostumbra a volver a la normalidad en cuestión de horas, durante las cuales recupera sus niveles de energía normales y retoma sus recursos vitales. Sin embargo, cuando el factor de estrés no cesa, el cuerpo jamás recupera el equilibrio. En realidad, ningún organismo de la naturaleza soporta vivir en condiciones de emergencia durante largos periodos.

 

Anna revivía mentalmente el traumático suceso a diario, una y otro vez. No se percataba de que su cuerpo desconocía la diferencia entre el acontecimiento original, que había provocado su reacción de estrés y el recuerdo de este, que le suscitaba las mismas emociones que la experiencia real. En cada ocasión, nocivas sustancias químicas inundaban su cerebro y su cuerpo, igual que si el desastre se estuviera repitiendo una y otra vez. Al recordar la experiencia repetidamente, Anna estaba encadenando su cerebro y su cuerpo al pasado sin darse cuenta.

 

Las emociones son consecuencias (o respuestas) químicas de experiencias pasadas. Según nuestros sentidos registran información procedente del entorno, grupos de neuronas se organizan en redes. Cuando crean una red, el cerebro fabrica un compuesto químico que viaja por el cuerpo. Ese compuesto es la emoción. Recordamos mejor los acontecimientos cuando evocamos cómo nos sentimos al experimentarlos. Cuanto más alto sea el coeficiente emocional de un suceso, ya sea positivo o negativo, más profundo será el cambio de la química interna. En el instante en que reparamos en un cambio interno significativo, el cerebro presta atención al agente externo que ha generado ese cambio y registra las condiciones externas. A eso lo llamamos memoria.

 

En consecuencia, el recuerdo de un acontecimiento puede quedar neurológicamente grabado en el cerebro y la escena se congela en nuestra materia gris, tal como le sucedió a Anna.

 

Anna experimentaba un caudal de emociones negativas: una tristeza tremenda, dolor, autocompasión, pena, sentimiento de culpa, vergüenza, desesperación, rabia, odio, frustración, resentimiento, estupor, miedo, ansiedad, agobio, angustia, impotencia, aislamiento, soledad, incredulidad y sentimiento de traición. Y ninguna de esas emociones se disipó con rapidez. Como Anna analizaba su vida inmersa en las emociones del pasado, sufría cada vez más. Y como no podía pensar más allá de su malestar, pensaba desde el pasado y cada día se sentía peor. Como psicoterapeuta que era, podía comprender racional e intelectualmente lo que le estaba pasando, pero su sufrimiento era más poderoso que todos sus conocimientos.

 

Pensaba, actuaba y sentía a diario como si el pasado fuera el presente. Y habida cuenta de que nuestros pensamientos, actos y sentimientos configuran nuestra personalidad, la personalidad de Anna era un producto del pasado.

 

 

El inicio de una espiral descendente:

Anna ya no podía trabajar y tuvo que pedir baja laboral. En esa época descubrió que su marido, aún siendo un abogado de éxito, estaba experimentando graves dificultades financieras. Anna tendría que pagar deudas considerables de las que ni siquiera tenía conocimiento previo, y carencia del dinero para hacerlo. Como es natural, el estrés emocional, psicológico y mentar que padecía se multiplicó.

 

Los pensamientos de Anna devinieron un círculo vicioso en el que las mismas preguntas se repetían una y otra vez: ¿Cómo voy a cuidar de mis hijos? ¿Cómo superaremos el trauma y cómo afectará a nuestras vidas? ¿Por qué se marchó mi marido sin despedirse de mí? ¿Cómo es posible que no me diera cuenta de que era tan infeliz? ¿Le fallé como esposa? ¿Cómo pudo abandonarme con dos hijos, y cómo me las arreglaré para criarlos yo sola?

 

Nueve meses más tarde, el 21 de marzo de 2008, Anna despertó paralizada de cintura para abajo. Pocas horas después estaba tumbada en un hospital, con una silla de ruedas junto a la cama. Le habían diagnosticado neuritis: inflamación del sistema nervioso periférico. Tras efectuar varias pruebas, los médicos no pudieron encontrar ninguna causa estructural que justificase su estado y concluyeron que debía tratarse de un problema autoinmune. Su sistema inmunitario había atacado al sistema nervioso de la espina lumbar, rompiendo así la capa protectora que recubre los nervios, lo que le había provocado parálisis en ambas piernas. No podía retener la orina, tenía dificultades para controlar los intestinos y carecía de sensaciones y de control motor en ambas piernas y en los pies.

 

Cuando la reacción de lucha y huída se desencadena en el sistema nervioso y permanece activa a causa del estrés crónico, el cuerpo recurre a todas sus reservas energéticas para afrontar la amenaza constante que percibe en el entorno exterior. En consecuencia, el cuerpo carece de energía para regenerarse y repararse en el entorno interior, lo que desequilibra el sistema inmunitario. Debido a su incesante conflicto interno, el sistema inmunitario de Anna había atacado a su cuerpo. Finalmente estaba expresando en el plano físico el dolor y el sufrimiento que experimentaba en el plano mental.

 

A lo largo de las seis semanas siguientes, los médicos trataron a Anna con grandes dosis de dexametasona intravenosa y otros corticoides para reducir la inflamación. A causa del estrés añadido y de los fármacos que le estaban administrando, que tienden a debilitar aún más el sistema inmunitario, contrajo también una agresiva infección bacteriana, que los médicos combatieron con antibióticos. Transcurridos dos meses, Anna fue dada de alta. Podía desplazarse de un lado a otro, pero solo con ayuda de muletas o un andador. Seguía sin notar la pierna izquierda y experimentaba grandes dificultades para permanecer de pie. Aunque dominaba un poco mejor los intestinos, no controlaba la orina. La nueva situación agravó los niveles de estrés de Anna.

 

En 2009,  dos años después de la muerte de su marido, le diagnosticaron una depresión clínica; así que empezó a tomar todavía más medicación.

 

La noche oscura del alma:

Como consecuencia de otra enfermedad autoinmune llamada liquen plano erosivo, grandes úlceras se extendieron por las membranas mucosas de su boca y se propagaron a su esófago superior. Para tratar la dolencia, Anna se vio obligada a usar pomadas corticosteroides en la boca y sumar más pastillas a la medicación diaria. Esos nuevos medicamentos inhibieron la producción de saliva. No podía tomar alimentos sólidos, así que perdió el apetito. Anna sufría tres tipos de estrés: físico, químico y emocional, al mismo tiempo.

 

En 2010, Anna entabló una relación disfuncional con un hombre que la maltrataba a ella y a sus hijos mediante el abuso verbal, los juegos de poder y las amenazas constantes. La mujer perdió todo su dinero, el trabajo y cualquier sensación de seguridad. Cuando perdió la casa también, tuvo que mudarse a vivir con el maltratador. Los niveles de estrés de Anna seguían aumentando. Las ulceraciones se extendieron a otras membranas mucosas, incluida la vejiga, el ano y todo el esófago. Su sistema inmunitario se había derrumbado y ahora padecía diversos problemas de piel, alergias alimentarias y problemas de peso. Empezó a experimentar dificultad para deglutir y acidez de estómago, así que le recetaron nuevos medicamentos.

 

En octubre, Anna abrió una pequeña consulta de psicoterapia en su hogar. Sólo tenía fuerzas para atender a dos clientes al día, por la mañana, mientras sus hijos estaban en el colegio, y únicamente tres días a la semana. Por la tarde se sentía tan agotada y enferma que se tumbaba en la cama hasta el regreso de sus hijos. Intentaba atenderlos lo mejor que podía, pero no tenía energía y nunca se encontraba con ánimo para salir de casa. Anna apenas si veía a nadie. Carecía de vida social.

Todas las circunstancias de su vida y de su cuerpo le recordaban constantemente hasta qué punto era desgraciada. No podía pensar con claridad y le costaba concentrarse. Apenas si tenía vitalidad o energía para seguir con vida.

Anna estaba experimentando la más oscura noche del alma. Súbitamente entendió por qué su marido se había quitado la vida. No estaba segura de poder soportarlo más y empezó a considerar la idea de suicidio. Nada puede ser peor que esto, pensaba.

 

Y, pese a todo, su estado empeoró todavía más. En enero del 2011, el equipo médico le encontró un tumor junto a la boca del estómago y le diagnosticaron cáncer esofágico. Los médicos sugirieron una tanda rigurosa de quimioterapia nadie le preguntó por su estado emocional y mental; se limitaron a tratar los síntomas físicos. Sin embargo, el estrés de Anna estaba disparado y no había modo de frenarlo.

 

Sorprende la cantidad de personas que experimentan eso mismo. A causa de un fuerte shock o de un trauma, nunca llegan a superar las emociones asociadas, y tanto sus vidas como su salud se hacen añicos.

 

Anna accedió a someterse a la quimioterapia, pero después de la primera sesión se desmoronó mental y emocionalmente. Una tarde, mientras sus hijos estaban en el colegio, Anna se desplomó en el suelo, llorando. Por fin había tocado fondo. Comprendió que, de seguir así, no viviría mucho más y dejaría a sus hijos huérfanos de padre y madre.

 

Empezó a rezar pidiendo ayuda. Sabía en el fondo de su corazón que las cosas tenían que cambiar. En un gesto de absoluta sinceridad y derrota, pidió guía, apoyo y una salida. Prometió que, si sus plegarias eran atendidas, daría gracias cada día del resto de su vida y ayudaría a las personas que se encontraran en su misma situación.

 

 

El punto de inflexión de Anna:

Anna se tomó la decisión de cambiar como una misión. En primer lugar decidió dejar todos los tratamientos al igual que los fármacos que tomaba para sus diversas enfermedades físicas, aunque no abandonó los antidepresivos. No informó a los médicos y a las enfermeras de que no volvería. Sencillamente, no se presentó a los controles. Nadie la llamó ni le preguntó por qué. Únicamente  el médico de familia se puso en contacto con Anna para expresar su preocupación. La decisión de cambiar le proporcionó las fuerzas necesarias para alquilar una casa en la que vivir con sus hijos y dejar la relación destructiva en la que se había instalado. De algún modo ese instante la redefinió. Supo que tenía que empezar de cero.

 

Anna y yo nos conocimos un mes más tarde. Una de las pocas amigas que le quedaban le había reservado una plaza en una de  mis charlas de los viernes. Si le gustaba la charla, se quedarían al taller que duraba todo el fin de semana. Anna aceptó. Mi charla de esa noche se centraba en la capacidad de nuestros pensamientos y sentimientos para influir en el cuerpo y en el estrés. Me referí a la neuroplasticidad, a la psiconeuroinmunología, a la epigenética, a la neuroendocrinología e incluso a la física cuántica. Esa noche, rebosante de inspiración, Anna pensó: Si yo he creado la vida que tengo ahora mismo, incluida la parálisis, la depresión, la debilidad de mi sistema inmunitario, las ulceraciones e incluso el cáncer, es posible que pueda revertirlo todo con la misma pasión con que lo creé. Y con esa poderosa idea en mente, Anna decidió curarse.

 

Después de participar en su primer taller, empezó a meditar dos veces al día. Como es natural, sentarse a meditar le resultaba complicado al principio. Tenía mucho miedo. Cuando el médico de familia la llamó para saber por qué había dejado los tratamientos y la medicación, le dijo que era una ingenua y una boba y que no tardaría en empeorar y morir. A pesar de todo, Anna siguió meditando a diario y empezó a vencer sus miedos. A menudo se sentía abrumada por las cargas financieras, las necesidades de sus hijos y sus muchas limitaciones físicas, pero nunca usó esas circunstancias para zafarse del trabajo interior. Incluso asistió a cuatro talleres más ese mismo año.

 

Según fue conectando consigo misma y transformando sus pensamientos inconscientes, sus hábitos automáticos y sus estados emocionales reflejos, que se habían grabado en su cerebro y controlaban emocionalmente su cuerpo, Anna fue creyendo más y más en la posibilidad de un nuevo futuro. Empleó la meditación, combinando una clara voluntad con una emoción elevada, para cambiar su estado de consciencia. Decidió no dejar de meditar hasta que su consciencia se hallase inmersa en un profundo amor por la vida. Gracias a la meditación Anna descubrió que podía mostrarle a su cuerpo, en el plano emocional, cómo se iba a sentir en el futuro antes de vivir la experiencia real. Ni su cuerpo ni su mente inconsciente conocían la diferencia entre el suceso real y ese que ella imaginaba y abrigaba emocionalmente. También sabía, gracias a lo que había aprendido sobre epigenética, que emociones tan elevadas como el amor, la gratitud, la inspiración, la compasión y la libertad podían estimular nuevos genes capaces de crear proteínas sanas que influyeran en la estructura y el funcionamiento de su cuerpo. Era muy consciente de que si los compuestos químicos del estrés habían activado genes perjudiciales, sólo tenía que acoger esas emociones sublimes con más pasión que las estresantes para activar genes distintos y transformar su salud.

 

A lo largo de un año su salud apenas mejoró. Sabía que había tardado varios años en crear su estado actual de salud, de modo que le costaría bastante experimentar algo distinto. Pero ella siguió meditando. Al cabo de un año, Anna se percató de que empezaba a encontrarse mejor, tanto física como emocionalmente. En lugar de considerar la meditación como una obligación diaria, ansiaba que llegara el momento. Se convirtió en su forma de vida. Recuperó la energía y la vitalidad. Dejó de tomar antidepresivos. Tenía la sensación de ser una persona nueva, así que sus actos cambiaron drásticamente. La salud y la vida de Anna mejoraron ese año de un modo espectacular.

 

En septiembre de 2013, los médicos de Anna la sometieron a una revisión a fondo, que incluía numerosas pruebas distintas. Un año y nueve meses después de que le diagnosticaran un cáncer, transcurridos seis años desde el suicidio de su marido, el cáncer de Anna había remitido por completo y el tumor de esófago había desaparecido. En los análisis de sangre no apareció ningún marcador que hiciera sospechar de la presencia de un tumor maligno. Las membranas mucosas de su esófago, vagina y ano se habían regenerado por completo. Tan solo persistían ciertos problemas de poca importancia: las membranas mucosas de su boca seguían ligeramente irritadas, aunque ya no tenía ulceraciones, y a causa de la medicación que tomaba para las llagas, seguía sin producir saliva.

 

Anna se había convertido en una persona nueva: una mujer sana. Acudió a un evento en Barcelona en el que se habló en profundidad de epigenética. A Anna se le encendió una bombilla: ‘he conseguido vencer un montón de problemas de salud, incluido un cáncer; sin duda seré capaz de activar los genes necesarios para que mi boca produzca más saliva’. Pocos meses más tarde, durante otro taller, en 2014, Anna notó de repente el goteo de saliva. Desde entonces sus membranas mucosas se encuentran perfectamente. Nunca ha vuelto a sufrir ulceraciones.

 

En la actualidad Anna es una persona sana, vital, feliz y estable, con una mente clara y despierta. Ha crecido tanto en el plano espiritual que a menudo entra en un estado profundo de meditación  y ha protagonizado varias experiencias místicas. Lleva una vida rebosante de creatividad, amor y dicha. En 2016 fundó una institución psiquiátrica que goza de gran éxito y ha dado trabajo a más de veinte terapeutas y profesionales de la salud. Es económicamente independiente y gana suficiente dinero como para llevar una vida acomodada. Viaja por todo el mundo, visita lugares hermosos y conoce a personas que la inspiran. Tiene un compañero atento y alegre, así como nuevos amigos y relaciones que hacen honor a Anna y a sus hijos.

 

Si le preguntas por sus antiguos problemas de salud, te dirá que tener que afrontar esos desafíos fue lo mejor que le ha sucedido en la vida.

 

A menudo me dice que adora su vida actual y yo siempre le respondo: “Pues claro, la creaste día a día al decidir que no dejarías de meditar hasta estar enamorada de tu vida. Es lógico que la ames”. En el transcurso de su transformación Anna logró convertirse en una persona sobrenatural.

 

Anna es ahora un ejemplo viviente de la verdad y la posibilidad. Y si Anna pudo curarse, tú también puedes hacerlo.

 

Sobrenatural – Joe dispenza  (Sobrenatural es un gran libro de Joe Dispenza)